domingo, 7 de junio de 2009

Los que "Ven" sin Ojos

Anónimo
Aquel joven soldado no había puesto nunca un pie en el campo por donde ahora caminaba. De pronto se detuvo le preguntó a su acompañante: "¿No hay ahí, unos doce metros a la derecha, una casita?" en efecto,, allí estaba la casita. El soldado que hizo la pregnta era completamente ciego.
Esto ocurría en Old Farms, hospital de convalecientes que tiene el ejército norteamericano en Avon, estado de connecticut, para enseñar a los veteranos a valerse de una especie de segunda vista, el proverbial "sexto sentido de los ciegos", llamado también visión facial o pecepción del sonido. el soldado de la pregunta no había recibido todavía más que dos lecciones cuando "vio" LA CASITA.
Desde hace tiempo, los ciegos se han valido, en cierto modo, de esa "visión". Apenas habrá, por otra parte, uno de nosotros que, caminando en la oscuridad, no haya percibido la presencia de un obstáculo antes de llegar a él.
Sin embargo, la instrucción científica que da el ejército en el uso de este sentido es la primera de ese tipo y alcance que se ensaya en el mundo (OCTUBRE DE 1945).
Fue en agosto de 1944 cuando se dio principio a la instrucción de los ciegos en Avon, bajo la dirección del eminente psicólogo doctor Jacobo Levine. El doctor Levine, que disfrutó de una beca para trabajos de investigación en Harvard, empezó sus experimentos observando el vuelo de los murciélagos. Dos hombres de ciencia estaban dedicados, en un laboratorio contiguo al de Levine, a estudiar la causa de que los murciélagos, cuya vista es escasa, pudiesen volar por entre un gran número de alambres colgantes sin tropezar con ellos, aún cuando se les taparan por completo los ojos ya de suyo casi cegatos.
Los murciélagos no producían ningún ruido perceptible al volar. Se acudió a un dispositivo de alta frecuencia que amplía los sonidos que el oído humano es incapaz de recoger. Entonces se oyó una discorde algarabía de notas chillonas. Las ondas acústicas producidas por los chillidos de los murciélagos retrocedían al chocar con los alambres y apartaban de ellos a los murciélagos. si se impedía a los murciélagos emitir sus chillidos, o si se les tapaban las orejas, volaban torpemente y como al azar, y tropezaban a menudo con los alambres.
El fenómeno en todo semejante al que sirve deb as base al rádar, instrumento que permite determinar, por medio de las ondas electrónicas, la posición de objetos distantes.
Puesto que el hombre posee, aunque en grado inferior, esa misma capacidad de percibir sonidos que tiene el murciélago, el doctor Levine pensó, y demostró, que se podía ejercitar y perfeccionar en beneficio de los ciegos. Los resultados que se han obtenido hasta ahora aplicando los principios sustentados por el doctor Levine, son sorprendentes.
En lo que fue capilla colegial de Avon, unos mozos ciegos, de uniforme, "contemplan" a Dick, un camarada ciego, caminando hacia un biombo movible. Dick va haciendo sonar una especie de castañeta que lleva en la mana. De pronto se detiene.
-Siento la pantalla a unos cinco metros delante de mí-exclama.
Uno de los instructores mide la distancia. En efecto, son cinco metros exactos.
-¿Pero cómo puede decir, así, dónde está el biombo? -preguntó Bob, un novato.
-Pues muy sencillo -replicó Dick que oyó la pregunta-. Prueba tú mismo. Toma la castañeta.
Bob vacila un poco. Echa a andar. como a un metro del biombo grita:
-¿Es posible? Hay algo ahí. Lo siento delante... delante de mí.
-Bueno, ¿Y cómo lo sabes? -le preguntó, a su vez, Dick.
-Porque siento algo que avanza a mi encuentro -responde Bob-. Es algo así como una presión en la cara.
-Así, así es, Bob -interviene el instructor-. Lo que hace que te des cuenta de la presencia del biombo es la repercusión del sonido. El biombo devuelve, ¿comprendes?, las ondas sonoras que emiten la castañeta y tus pasos. Cuando mejores esa visión facial, te sentirás seguro.
El grado de visión facial varía en los individuos. Hay hombres que notan la prsencia de un árbol o de una pared a doce metros de distancia. Hay muchos que advierten perfectamente la proximidad de obstáculos situados a un bajo nivel, como bocas de riego, botes de basura, sillas. Les basta mover la cabeza de un lado a otro, como hacen los animales, para percibir las ondas sonoras. En la mayoría de los ciegos, la visión facial tiene mayor agudeza de noche, por ausencia de ruido, el cual es un poderoso factor de distracción. El peor enemigo es, sin embargo, la nieve, llamada con razón "la niebla de los ciegos", porque amortigua o apaga por completo las ondas sonoras.
Uno de los soldados de Avon compara la visión facial a "una sombra que me pasa por la cara". Todos convienen en que experimentan la sensación en la frente, y en que se requieren esfuerzos arduos y concienzudos para cultivar ese sexto sentido. Bien dice uno de ellos, al afirmar que "la visión facial no se nos da, sentándose a esperarla, como un don del cielo, sin hacer nada por adquirirla".
La instrucción empieza casi inmediatamente después de la llegada del ciego a Avon, y continúa hasta que el educado alcance la capacidad máxima de visión facial, lo cual suele tomar un mes. Tan pronto como el ciego adquiere la visión facial, siente renacer la confianza en sí mismo, y se halla expedito para someterse a los complejos cursos de reeducación y reorientación.
El caso de Bob ofrece el ejemplo más elocuente del milagro físico, intelectual y espiritual que se opera en los reeducados. No hace todavía cuatro meses que Bob se consideraba hombre perdido, liquidado. Había empezado bajo los más brillantes auspicios su carrera de músico. Acababa de recibir el diploma de bachiller de un afamado conservatorio. Todo lo truncó aquella mina que, al estallar, lo dejó sin vista y medio sordo. Abatido, en negra desesperanza, Bob pensó en el suicidio. "No sirvo ya para nada, ni para nadie -les decía a los médicos-, ¿Para qué me quiere el ejército? Denme la licencia absoluta".
Pero el ejército no opinaba lo mismo. Y mandó a Bob y a otros soldados ciegos, a aquel ameno rincón de Avon, al pie de las colinas ondulantes del Berkshire, sombreado de árboles. Allí los alojó en los edificios de un antiguo colegio de muchachos. Allí hizo de ellos hombres nuevos mediante unos cursos de reeducación y reorientación que duraron dieciocho semanas.
Gracias a eso, Bob le siente otra vez el pulso a la vida. En ese corto tiempo, dió el salto salvador del abismo de la desesperanza en que lo hundió su ceguera, a la altura a que nos levanta la confianza en el porvenir y en nosotros mismos. Refrescó sus conocimientos musicales en el conservatorio de Hartford y se dispuso a ingresar en el de Cleveland donde espera alcanzar el grado de maestro. Cuando salga de allí, ya graduado, tendrá una plaza muy bien remunerada de profesor de teoría de la música y armonía. Y, a ratos perdidos, hace sus composiciones.
"Ya no me atermoriza el mañana", nos dice. "La ceguera no es el fin del mundo. Con que me ayuden un poco me las arreglaré muy bien, casi tan bien como si tuviera vista. ¿Por qué no ha de empezar de nuevo la existencia para mí?"
Para conseguir esos resultados asombrosos renovando la mentalidad y el espíritu de un hombre, se emplean en Avon todos los recursos de que disponen aunadamente la psicología, la pedagogía y el conocimiento de las relaciones que unen al hombre y a la sociedad en que ha de vivir.
"El factor más importante en la transición de la vida militar a la civil", afirma el coronel Frederic H. Thorne, eminente oftalmólogo, que dirige el centro, "es el psicológico. Mas esa transición parece cosa imposible, inaseqible al soldado ciego a quien el proyectil que deja sin vista, arrebata, también, el que llamaré sentido de seguridad. Empezando por educarle la visión facial, tratamos de colmar ese vacío, averiguando, primero, lo que el soldado le gusta más hacer, en que tiene habilidad, y, por último, capacitándolo para hacerlo bien".
Tomemos como ejemplo a Bob. Llega con sus compañeros en tren a Hartford. Varios "orientadores", uno para cada ciego, los aguardan en la estación y se hacen cargo de ellos. Cuando bajan del tren, les quitan los bastones.
-No los usamos aquí en Avon -dice el orientador-. Dentro de pocos días andará usted de un lado a otro con tanta soltura y seguridad, que el bastón más bien le serviría de estorbo.
La misión del orientador consiste en hacerle recobrar a Bob su equilibrio físico y psíquico. La tarea exige infinita paciencia, tacto, verdadero interés. Bob, desde luego, preferiría quedarse en su cuarto, donde nadie lo vea. El orientador, por el contrario, lo anima a salir y a caminar un poco para conocer el lugar. No toma a Bob por el brazo. Se limita a caminar a su lado, guiándolo. Al andar, se tocan ligermente los dorsos de sus manos.
En uno de los edificios hay un modelo en miniatura del centro. Bob lo palpa bien. Siente bajo sus dedos los edificios de madera, los senderos hechos de papel de lija, árboles que se proyectan ligeramente de la superficie.
El propósito es capacitar al soldado para que ande libremente de aquí para allá por parajes que le son conocidos, sin necesidad de perros o de pasamanos de cuerda.
El primer tramo que recorre son los 100 metros que hay del edificio donde está el modelo arriba aludido al comedor. Va y vuelve, sin que se le permita contar los pasos, como se enseñaba antes a los ciegos. En vez de eso, se le recomienda que se fije bien en la sensación que le produce el suelo en los pies; en la diferencia que hay entre un piso asfaltado, la yerba, un sendero enarenado. Se le acostumbra a fijarse en la sensación que experimenta en los músculos de las piernas después de haber recorrido distancias variables, subiendo o bajando escaleras, etc. De esa suerte se le enseña a calcular con exactitud la distancia que ha recorrido, a conocer el terreno que está pisando.
Aprende así el camino tan bien, que se le ve a los pocos días andar erguido, con paso firme, los hombros derechos, con elegante soltura. el que lo ve no puede pensar que se trata de un ciego.
Al llegar a este punto en el proceso de reorientación, el ciego está en condiciones de hacer las pruebas psicológicas y manuales que habrán de revelar sus aptitudes y preferencias. Uno de los soldados acreditó en las pruebas extraordinaria destreza manual. Debido a un acuerdo que existe entre el centro y varias empresas industriales de Connecticut, se mandó a una fábrica de las inmediaciones donde demostró que era capaz de manejar una máquina bastante complicada, y de manejarla tan bien, que el director de la empresa le ha ofrecido darle ese empleo cuando salga de Avon.
Los industriales de Connecticut se mostraron, al principio, un poco renuentes a permitir que los ciegos trabajasen en sus fábricas; pero, ahora, se hacen lenguas de la habilidad de los reeducados. Éstos realizan trabajos de muchas clases: manejan trituradoras, molinos, telares, perforadoras; revisan los trabajos de otros obreros, etc. La estadística de accidentes es muy baja. Los ciegos han aprendido a ser en extremo prudentes.
La confianza en sí mismo, de tan grande importancia para la vida, se recobra por muchos medios.
He aquí el caso de Tom, joven de veinte años, sargento de la plana mayor de un regimiento. La bala de un tirador emboscado le dejó ciego y sin ánimo para nada. Un día se le ocurrió publicar un periódico. Dicho y hecho. Allá salió un semanario de seis páginas escrito todo él por los ciegos del centro. Tom sintió resurgir y afirmarse sus dotes de hombre de iniciativa y esfuerzos. Ahora se está preparando para ingresar en la universidad de Chicago.
Los cursos de agronomía tienen muchos adeptos. Los ciegos del centro adquieren expreriencia directa en las granjas, cuidando el ganado y aves de corral, sembrandoy recogiendo hortalizas con aperos especialemmente hechos para ellos.
Lo que se trata de dejar sentado con esa variedad de cursos es que son muy pocas las cosas que un ciego no puede hacer, con tal que se le dé la debida instrucción no le falte la confianza en sí mismo. Los cursos de elocución, psicología y caligrafía, contribuyen no poco a dar aplomo a los ciegos. Muchos de ellos encuentran desahogo emocional en la música.
De tods las fases del proceso de adaptación, la que más temor inspira a los ciegos es la que pudiéramos llamar social.
"Todo lo puedo tolerar", dice uno de los soldados, "menos que la gente nos tenga lástima". Mas en Avon se les convence, mediante fiestas y recreos adecuados, de que a un ciego no le han de faltar ocasiones de divertirse como cualquier hijo de vecino. En el ómnibus de la tarde es cosa corriente ver un grupo de ciegos que va a Hartford a reuniones en casas particulares, a bailes públicos, a cines. Se les enseña, también, a nadar y bucear, a pescar y remar, a patinar con patines de ruedas y de hielo, a jugar al baloncesto, a montar a caballo. Hay bicicletas en tándem que, a más de proporcionar un rato de ejercicio y expansion, sirven para cultivar el sentido del equilibrio.
El temor que tienen todos los ciegos a llamar la atención se combate haciéndolos ejercitarse en el modo de subir y bajar de un ómnibus con el auxilio de unos estribos imitados.
Lo que más enorgullece a los ciegos del centro es que no se les conozca su defecto físico.
Cierto día fue un estudiante de segunda enseñanza a hacer entrega de una radio que él y sus compañeros habían comprado con sus ahorros para regalársela a los ciegos. El estudiante habló largo y tendido con los dos jóvenes del centro que instalaron la radio. de pronto alguien preguntó:
-¿Desearían ustedes algo antes de irse?
-Sí, señor -contestó el estudiante-, quisiera hablar con uno de los soldados ciegos.
-Ha estado usted hablando media hora con dos de ellos -repuso uno de los interlocutores.
El asombro que aquello produjo al visitante fue pronto la comidilla del centro, en el cual causó más regocijo que la misma radio.
Cuando hablan entre sí, los ciegos aluden a su estado jocosamente: "¿Qué es eso? ¡Ni que etuvieras ciego, hombre!"
"Pásame las zanahorias. son buenas para la vsita". Lo cual no empece para que sean sumamente sensibles a cualquier falta de tacto de parte de los demás. "Por muy bien que los reeduquemos aquí en Avon", me expica el teniente William A. Jameson, Jr., oficial de enlace, "toda nuestra obra puede venirse al suelo en un momento si los parientes y amigos no proceden con tacto. Unas veces se les facilita todo demasiado. Otras, la familia no los deja hacer solos lo que pueden hacer perfectamente por sí mismos. Hay que estar al quite, sí, pero no prestarles más ayuda que la que ellos pidan. No hacerles sentir que está uno pendiente de ellos, como si a cada paso fueran a tropezar y estrellarse contra algo.
La visión fácil los hará desviarse a tiempo".
Después que se le haya enseñado la situación de los muebles y objetos que hay en cada pieza el ciego se moverá entre ellos con tanta soltura como lo hace en Avon.
Al salir del centro, cada ciego recibe un diploma firmado por el coronel Thorne.
"Ese diploma", dice el coronel, "expresa que su poseedor está plenamente capacidtdo para valérselas por sí solo con un poquito de ayuda discreta y oportuna. Armado de la confianza en sí mismo que le inspiran la visión facial y la preparación especial que ha recibido, se yergue otra vez, útil y reuelto, en el umbral de la vida".
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