Anne Marie Mergier
El cartel es impactante. Una inmensa cruz cristiana roja, cuyo diseño
estilizado se confunde con la esvástica (cruz gamada) nazi, destaca sobre un
fondo negro muy intenso. En el centro de la cruz brinca una sola palabra
escrita en letras blancas: AMÉN. De cada lado de la cruz aparecen dos rostros:
el de un oficial nazi, a la izquierda, y el de un sacerdote católico, a la
derecha.
Amén es la decimoquinta película de Constantin Costa-Gavras,
realizador francés, nacido en Grecia. Fue presentada el 14 de febrero de 1977
en el festival internacional cinematográfico de Berlín, donde causó conmoción.
Desde el jueves 27 se exhibe en Francia con el mismo efecto.
Se trata de una adaptación cinematográfica muy libre de la obra de
teatro El Vicario K, del dramaturgo austriaco Rolf Hochhuth, que denuncia el
silencio de Pío XII y del Vaticano ante la exterminación de los judíos por los
nazis.
Quien firma el cartel es Oliviero Toscanini, expublicista de Luciano
Benetton, cuyas fotos provocaron múltiples controversias en la década de los
noventa y quien reitera que las reacciones del Vaticano y de los católicos no
le importan en absoluto.
Menos mal, porque en las dos últimas semanas su trabajo desató
encendidas polémicas y una acción judicial en Francia.
El primer ataque vino de la Conferencia Episcopal francesa, cuyo
presidente, Jean Pierre Ricard, arzobispo de Burdeos, condenó la identificación
intolerable del símbolo de la fe de los cristianos con el de la barbarie nazi.
Siguió una avalancha de artículos indignados firmados en toda la
prensa francesa por editorialistas y religiosos de diversas confesiones, entre
ellos judíos. Estos últimos calificaron de malsana esa amalgama del emblema
nazi con un símbolo religioso. El llamado escándalo del cartel de Amén ocupó
amplios espacios en todos los noticiarios y fue, inclusive, tema de debates
televisivos.
Batalla judicial
Después de haber lanzado la polémica, la jerarquía católica francesa
discutió a puerta cerrada la posibilidad de presentar una demanda judicial
contra Costa-Gavras y Toscanini. Finalmente, optó por abstenerse, retirarse del
debate público y encerrarse en el silencio.
Fue la Alianza General contra el Racismo y por el Respeto de la
Identidad Francesa (Agrif) la que decidió lanzarse a la batalla judicial.
Exigió de la justicia la interdicción del cartel de Amén. La Agrif es una
organización ultraderechista e integrista, creada y encabezada desde hace 15
años por el diputado europeo Bernard Anthony, miembro de la dirección del
Frente Nacional, de corte fascista, de Jean Marie Le Pen.
El 20 de febrero, el Tribunal de Grande Instance de París examinó la
demanda ante una sala completamente llena. Al día siguiente, Jean Claude
Magendie, presidente del tribunal, la desestimó. Explicó que el cartel, más
enigmático que demostrativo, invitaba al público a interrogarse sobre el
silencio de Pío XII ante el genocidio de los judíos y que estaba en total
adecuación con el tema de la película.
Desde entonces, el cartel de Amén florece en París: se despliega en
los corredores del metro y, por supuesto, en las fachadas de unas 40 salas de
cine capitalinas y de los suburbios. Contactado por la corresponsal, el
Episcopado rehusó comentar el veredicto de Magendie.
No es la primera vez que Costa-Gavras sacude la conciencia del gran
público con películas sin concesiones sobre temas políticos polémicos. Basta
recordar Z (1969), La confesion (1970), Estado de sitio (1973), Section
spéciale (1975) o Missing (1982), entre otras. Pero ahora el realizador toca
una problemática que sigue siendo tabú para el Vaticano y millones de católicos
a pesar de una historiografía abundante, rigurosa, debidamente documentada y
difícilmente cuestionable que demuestra la pasividad de la Santa Sede ante el
nazismo. Algunos historiadores hablan, inclusive, de colusión.
Fue precisamente sobre esa historiografía, y no sólo sobre la obra de
Rolf Hochhuth, con la que Constantin Costa-Gavras y el dramaturgo francés
Jean-Claude Grunberg, coguionista de la película, trabajaron durante años para
realizar Amén.
El resultado es una obra sobria e implacable que, más allá del
silencio de Pío XII ante la exterminación perpetrada por los nazis, denuncia,
según lo afirma el propio Costa-Gavras la indiferencia de nuestras sociedades,
de nosotros mismos y de nuestros líderes ante todas las atrocidades que siguen
sacudiendo al mundo.
Los personajes
Lo que subraya esa película no es del todo nuevo, pero merece ser
recordado: no sólo Pío XII supo desde el principio cuál era el destino de los
judíos, también lo sabían los líderes occidentales.
Si bien la jerarquía católica de los años treinta y cuarenta dista de
salir ilesa de Amén, la película no puede ser calificada de anticlerical. Por
el contrario, uno de los dos principales protagonistas, un joven jesuita
italiano que intenta, en vano, alertar a Pío XII sobre las cámaras de gas,
permite a Costa-Gavras rendir homenaje a miles de religiosos católicos que, a
título individual, resistieron al nazismo.
La historia escrita por Rolf Hochhuth, y que retoma a grandes rasgos
el realizador francés, se basa en la vida real de Kurt Gerstein, un ingeniero
químico, oficial de la SS y de confesión protestante, que descubrió que el gas
Zyklon B, que se suministraba a los campos de concentración, no era utilizado
para eliminar plagas de todo tipo que allí pululaban, sino para exterminar a
los judíos.
Gerstein intentó resistir dentro del aparato nazi. Tomó enormes
riesgos para informar sobre el genocidio de judíos a diplomáticos suecos,
suizos, a la resistencia holandesa y a las Iglesias protestantes alemanas.
Intentó en vano contactar al nuncio en la capital alemana.
Al final de la guerra, hecho prisionero por los franceses, Gerstein
redactó un informe detallado sobre el funcionamiento de las cámaras de gas, que
jugó un papel capital en el juicio de Nuremberg. Se ahorcó en su celda en 1945
y fue rehabilitado 20 años después.
El personaje del jesuita atormentado, que acaba sacrificándose con
los judíos, es ficticio. Lo creó Hochhuth y lo conservó Costa-Gavras. El alemán
y el italiano torturados por su conciencia, que se unen para tratar de
denunciar la maquinaria mortífera del III Reich, encarnan, sin maniqueísmo, la
imperiosa necesidad ética de resistir, a pesar de todo.
Pío XII no aparece como un personaje de carne y hueso: es una entidad
lejana, casi abstracta, una encarnación del poder. En la película contrastan
las escenas —jamás explícitas, siempre sugeridas— de la eliminación industrial
de los judíos con las discusiones pontificales absurdas que se daban en los
pomposos salones del Vaticano.
En varias escenas de Amén, el joven jesuita y emisarios
norteamericanos insisten para que Pío XII condene abiertamente los crímenes
nazis. En vano. El peligro comunista era mayor que el hitlerismo para el
Vaticano. Prevalecía también el miedo a las represalias nazis. Y, argumento
supremo, se afirmaba que hablar amenazaría aún más a las víctimas.
Los archivos del
Vaticano
Al cierre de esta edición, dos días solamente después del estreno de
la película en Francia, la polémica sobre el cartel estaba cediendo el paso a
otra sobre esa página turbia de la historia de la Iglesia católica.
¿Se dará por fin un debate sano y a fondo sobre el tema?
Se sabrá en las próximas semanas. Hace 40 años que el Vaticano hace
todo para bloquearlo.
El primero en atreverse a tratar el tema de la pasividad de Pío XII
ante la política de exterminación nazi de los judíos fue precisamente el
dramaturgo Rolf Hochhuth. Su obra El Vicario, publicada en 1960 y puesta en
escena tres años después en París, Londres, Berlín y Zurich, provocó escándalos
sin precedentes.
Verdaderos comandos católicos Pro Pío se desataron: invadieron los
teatros y agredieron físicamente a los espectadores, tratando de impedir las representaciones
a como diera lugar.
Esa guerra contra la obra de Hochhuth ocurrió al final del reino de
Juan XXIII y al principio del de Pablo VI. El primero dejó que el Osservatore
Romano, órgano oficial del Vaticano, atacara en forma virulenta a El Vicario y
desacreditara a su autor. El segundo actuó en la misma forma, pero aceptó, sin
embargo, hacer escuetos comentarios sobre el tema durante una reunión con el
cuerpo diplomático que se llevó a cabo el 24 de junio de 1963.
Declaró:
Si no se pronunciaron ciertas palabras, si no se tomaron ciertas
iniciativas, no fue por temor, sino conociendo la situación real y los peligros
que las unas como las otras podían hacer correr riesgos trágicos a los
perseguidos.
Pablo VI oficializó así la postura de la Iglesia católica que desde
entonces queda prácticamente inmutable: el Vaticano no enfrentó al régimen nazi
para no hacer correr más riesgos a sus víctimas. Sólo un matiz a esa posición:
tímidas declaraciones de arrepentimiento hechas a finales de los noventa tanto
por Juan Pablo II como por la jerarquía católica francesa.
Después de meses y meses de polémicas enardecidas, El Vicario cayó en
el olvido. Su autor también. No se debatió a fondo sobre la actitud de Pío XII.
Los fieles se quedaron con la verdad oficial y parte de ellos con un profundo
malestar.
Pero los historiadores no se dieron por vencidos. Por el contrario,
aceleraron y profundizaron las investigaciones que habían emprendido sobre el
tema a principios de los sesenta. Entre todos destacan cuatro. El primero en
abrir la marcha fue Gordon Zahn, quien publicó en Nueva York, un año antes del
escándalo de El Vicario, un libro demoledor: German Catholics and Hitler’s war (Los católicos alemanes y la guerra de
Hitler). Siguió Saul Friedlander, quien sacó en París en 1964 otra
investigación aguda: Pie XII et le
III Reich (Pío XII y el III
Reich). El mismo año Gunther Lewy publicó en Londres The Catholic Church and Nazi Germany (La Iglesia católica y la Alemania Nazi), de
la misma índole. Y en 1965, el italiano Carlo Falconi publicó en Mónaco, por no
poder hacerlo en Italia, Le
silence de Pie XII 1939-1945 (El silencio de Pío XII 1939-1945), considerado como una de las más
importantes referencias sobre el tema.
Ninguno de estos historiadores fue autorizado a consultar los
archivos del Vaticano. Trabajaron a partir de numerosos y diversos archivos
europeos. Sus conclusiones confirmaron y rebasaron la tesis de Hochhuth.
Asustado ante esa avalancha de revelaciones, Pablo VI nombró una
comisión de cuatro jesuitas encargada de revisar los archivos del Vaticano
sobre el período de la Segunda Guerra Mundial. Entre 1965 y 1980 esa comisión
publicó Las actas y los documentos de la Santa Sede, un total de 10 tomos de
archivos cuidadosamente seleccionados y depurados. Lo hizo con una meta
precisa: rehabilitar a Pío XII.
Los historiadores protestaron, pidieron tener acceso directo a todos
los archivos. En vano. En 1996 Annie Lacroix-Riz, reconocida historiadora
francesa, publicó en París Le
Vatican , l’Europe et le Reich de la Première Guerre Mondiale à la Guerre
Froide (1914-1959),
(El Vaticano, Europa y el Reich desde la Primera Guerra Mundial hasta la Guerra
Fría), una investigación de 540 páginas, que es una auténtica mina de
informaciones explosivas sobre Pío XII y sus antecesores, todas basadas en
documentos oficiales, muchos de ellos sacados por primera vez de los archivos
del Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia.
La Iglesia católica gala multiplicó las presiones para reducir al
máximo el impacto de ese trabajo y, un año después, uno de los cuatro jesuitas
de la comisión creada por Pablo VI publicó en francés Pie XII et la Seconde Guerre Mondiale
d’après les archives du Vatican (Pío XII y la Segunda Guerra Mundial de acuerdo con los archivos del
Vaticano), destinado a contrarrestar las tesis de Lacroix-Riz. No se dio el
debate que hubieran podido suscitar las investigaciones muy serias de la
historiadora.
Pero en 1999 el Vaticano pasó por otro susto. El británico John
Cornwell, jesuita y hermano del famoso escritor John le Carré, publicó su
propio libro sobre el tema. El título original de ese trabajo hablaba por sí
solo: Hitler’s Pope (El Papa de Hitler). La Iglesia obligó a
Cornwell a renunciar a ese título y orquestó una campaña internacional violenta
contra su investigación rebautizada El Papa y Hitler.
El Vaticano no salió muy bien parado de esa batalla y decidió
entonces hacer un gesto de buena voluntad. A finales de ese mismo 1999, Juan
Pablo II creó una comisión mixta de seis historiadores —tres católicos y tres
judíos— y se comprometió a darle acceso directo a los archivos de la Santa
Sede. La experiencia fue efímera.
Siempre vigilada por cleros poco cooperativos, por no decir hostiles,
dicha comisión nunca pudo consultar los documentos relacionados con la controvertida
época de la Segunda Guerra Mundial. En octubre de 2000, los seis historiadores
empezaron a manifestar públicamente su inconformidad. En vano. Siguió el
bloqueo de los archivos. Ofendido, uno de sus integrantes acabó por renunciar
en julio de 2001. Finalmente, dos meses más tarde, en septiembre, el grupo
interrumpió sus actividades y se armó una áspera disputa entre sus miembros
judíos y las autoridades pontificales.
Alarmado por la tempestad internacional que amenaza con provocar Amén
—según confió a la reportera un vocero de Pathé, distribuidora de la película,
está vendida ya en Estados Unidos, Bélgica, Suiza, Alemania, Suecia, y está a
punto de serlo en España e Italia, pero hasta ahora ningún país de América
Latina parece interesado—, Juan Pablo II acaba de hacer un nuevo gesto de
pacificación: anunció que estaba dispuesto a abrir los archivos tan codiciados,
pero exclusivamente los que cubren el período 1922-1939.
La película de Costa-Gavras no podía caer en peor momento para Juan
Pablo II. Desde hace años el Papa intenta subrepticiamente promover la
canonización de Pío XII y en los últimos tiempos pretendía acelerar el proceso.
Al relanzar la polémica sobre ese pontífice tan cuestionado, Costa-Gavras
vuelve bastante difícil al Papa realizar su proyecto.
----------------------------------------------------
No hay comentarios:
Publicar un comentario