martes, 7 de febrero de 2012

Desventura de los Franceses

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El interés por la apertura del canal interoceánico a través del Istmo de Panamá se mantuvo latente durante varios siglos. Muchos proyectos de contratos se formularon, algunos se suscribieron pero ninguno se hizo efectivo hasta 1878 en que el ingeniero y capitán francés Napoleón Bonaparte Wyse, celebró un contrato con el Gobierno Colombiano para abrir el canal. Wyse traspasó la concesión a la "Compañía Universal del Canal Interoceánico" presidida por el Conde Ferdinand de Lesseps, el famoso constructor del Canal de Suez.
En 1882 comenzaron en firme los trabajos. El Istmo de Panamá volvió a ser el centro de atracción del mundo, como había sucedido en el siglo XVII con las ferias de Portobelo y a mediados del siglo XIX con la construcción del ferrocarril transístmico.

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Ferdinand de Lesseps
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La compañía francesa fue respaldada espléndidamente por el pueblo francés, con entusiasmo único. Todas las clases sociales se unieron para respaldar la empresa con la esperanza y el deseo de adquirir una fácil riqueza en una inversión que centuplicara sus capitales, sin titubeos depositaron el dinero necesario en las manos de los representantes de la compañía.
Pero por desgracia, la empresa no era nada fácil. El más grande obstáculo que encontraron los franceses fue la terrible fiebre amarilla que los hizo víctimas indefensas de tan temido flagelo. La fiebre diezmó de tal manera las filas de los trabajadores que las obras fueron que q quedando virtualmente paradas.
La ciencia de la medicina preventiva no se había desarrollado aún. No se tomaban precauciones contra las picaduras del insignificante mosquito al que nunca creyeron capaz de ser el causante de tan terrible mortandad. Y sin embargo fue el mosquito con su lancetazo venenoso, el enemigo que cayendo con furia salvaje sobre los trabajadores que desprevenidos rompían la tierra, el que llenó la ruta del canal de miles de tumbas.
Los médicos con una leve sospecha de que el inextinguible mosquito era el culpable, trataron de combatirlo por los medios más absurdos sin saber a ciencia cierta a donde dirigir sus ataques. Y mientras tanto, en los charcos, en las lagunas, en las orillas de los ríos, en el profundo corte hecho por las excavaciones, en los techos de las casas, en los excusados sin higiene y hasta en los mismos hospitales, construidos especialmente para atender a las innumerables víctimas de la fiebre amarilla, reproducíanse millones de mosquitos, que a la vez dejaban allí millones de huevos que horas después se convertían en nuevos millones de enemigos que con saña sembraban por doquier la muerte.
Sin conocimientos científicos exactos que hubieran sido preciosos en esos trágicos momentos, los médicos no sólo tenían que combatir la fiebre amarilla sino también la malaria, inoculada por otra clase de mosquito y cuyo veneno de índole letal causaba múltiples complicaciones en el organismo: fiebres, cansancio, anemia, enflaquecimiento y vómitos. Los enfermos casi no tenían fuerzas para utilizar sus herramientas ni levantar los picos, ni hacer ninguna clase de trabajo. Eran hombres que habían perdido toda ilusión y sólo esperaban como un fin bondadoso a sus sufrimientos la antes temida muerte.
En los hospitales se decidió, como medida de precaución, poner las patas de las camas en grandes palanganas de agua para evitar que los miles de insectos de toda clase treparan por ellas y llegaran a las ropas de los enfermos. Y en esas mismas palanganas, a los pies de los que acostados allí prendíanse con un destello de esperanza a los conocimientos de los médicos, miles de mosquitos de las 50 clases que existían, entre los cuales 11 eran mortales contándose c entre éstas la conocida posteriormente con el nombre "stegomya fasciata" propagadora de la fiebre amarilla y la conocida por "anopheles" causante de la malaria, florecían sin restricción, burlándose de los incesantes esfuerzos de la ciencia que en lucha con la muerte, por amarga ironía, contribuían a la propagación del mal en los mismos hospitales.
Los que después de una larga lucha salían con vida de los hospitales llevaban la decisión de regresar a su patria en el primer barco que zarpara de las costas del Istmo hacia Europa. Y así lo hicieron miles de hombres que tiraban sus herramientas con pavor y salían huyendo de la muerte y la locura.
El desastre fue inevitable. Los trabajos se paralizaron y en Francia los directores de la compañía tuvieron que confesar el tremendo fracaso, que había costado tantas idas y tantos millones Se suscitaron mítines públicos en que las autoridades tuvieron que intervenir para evitar derramamiento de sangre.
Hubo una gran injusticia: el procesamiento del Conde Ferdinand de Lessepes que veía amargado su vejez y una larga vida de honradez y trabajo con los cargos bochornosos de estafador y ladrón, habiendo sido él mismo una víctima. La edad y los sufrimientos morales, condujeron al ilustre constructor del Canal de Suez a la tumba el 7 de diciembre de 1894. Contaba entonces 89 años. En la postrimería de su existencia, el gobierno de su patria lo despojó de la Gran Cruz de la Legión de Honor que le había sido otorgada por sus éxitos en Suez. El entierro resultó, sin embargo, una solemne demostración de duelo de las Academias que le contaron entre sus asociados, y del pueblo francés que tuvo fe en su honorabilidad. Después de muerto mereció la distinción de que se le erigiera, en el año de 1897, una estatua, en Port Said, a la entrada del Canal de Suez, pero que fue destruida en 1956 durante los graves incidentes que pusieron definitivamente el canal en manos de Egipto. La República de Panamá, haciendo honor también a su recuerdo, dedicó el 4 de diciembre de 1923, una plaza en la Ciudad de Panamá donde se erigió un monumento a él y a los demás franceses que cooperaron en la construcción del canal interoceánico.
Los norteamericanos triunfaron, pero ello se debió a dos condiciones: una, la principal, que la ciencia médica ya había adelantado lo suficiente como para acabar con los problemas de la fiebre amarilla y la malaria y la otra que empezaron con lo que los franceses ya habían avanzado, que por cierto era una gran parte.
En la empresa del canal, los norteamericanos llegaron con un espíritu nuevo y sobre todo llenos de un enorme entusiasmo. Los trabajos comenzaron en 1904 bajo los mejores auspicios. Se ofrecieron las más amplias garantías a los trabajadores con el fin de estimularlos a que se engancharan en una labor que tenía fama en el mundo entero de ardua y peligrosa. Como los obreros norteamericanos no respodieron, los europeos en muy poco número y los nativos de Panamá menos, el grueso del nuevo ejército lo formaron miles de negros de las Antillas.
Se puede decir que las los prohombres del Canal de Panamá fueron primero el Coronel William C. Gorgas quien como médico, con su extraordinaria labor sanitaria
dio seguridades para la vida en el Istmo, y el Coronel George Washington Goethals, quien dirigió como ingeniero, los trabajos de construcción de la gran vía.
El 15 de agosto de 1914 fue inaugurado el Canal de Panamá. El vapor "Ancón" transitó a todo lo largo de la ruta con las altas autoridades de la República Panameña y de la Zona del Canal.
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