En este
país, sólo hay un problema más grave que la pobreza y es la desigualdad.
Porque en
los últimos 20 años hay cada vez más pobres.
Pero en el mismo lapso cada vez más pobres.
Pero en el
mismo lapso cada vez somos más desiguales.
Todos los datos, igual del INEGI, la ONU, nuestra UNAM, el Tec
de Monterrey y el sector privado, apuntan a lo mismo: en México, cada vez ,
menos tienen más, cada vez más tienen menos.
Basta decir
que 10% de la población privilegiada con los mayores ingresos recibe más de 40%
de la riqueza nacional.
Y si me
apuran, unas cuantas decenas de familias son los accionistas mayoritarios del
país.
Mientras que 60% de los más pobres
recibe apenas la cuarta parte del PIB; de ellos, 11 millones sobreviven en
casas con pisos de tierra y 2 mil pesos al mes.
En material
de equidad social, ocupamos el lugar número 91 entre 124 países.
Por supuesto
que en América Latína somos los campeones indiscutibles en desigualdad.
Y no se
trata nada más de lo económico.
La
desigualdad se manifiesta en todos los órdenes de la vida.
En la justicia, no es casual que 90 de
cada 100 presos de nuestras cárceles sean pobres; en la educación todavía
tenemos un ominoso rezago de 6 millones de analfabetas y suman también millones
los jovenes que jamás podrán terminar su educación superior.
La
desigualdad también nos marca brutalmente entre un norte rico como en San Pedro
Garza García, Nuevo León, donde el ingreso por persona es de 462 mil pesos anuales, frente a un sur pobre
como en Santiago el Pinar, Chiapas,
donde sus habitantes ganan apenas 8 mil pesos al año.
También somos profundamente desiguales en el racismo y el sexismo.
No hay mexicanos de rasgos indígenas ya no digamos en algún Consejo de Administración,
sino ni siquiera como gerentes de banco; en la mayor parte del país.
Las
mujeres ganan hasta 14 veces menos que los hombres por el mismo trabajo y hay estados donde robarse una vaca es un delito grave pero no lo es golpear
a una mujer.
La desigualdad
es también una carga brutal que, aunque suene muy cruel, pagamos
los causantes cautivos en programas asistencialistas
de alimentación,
salud y viviendas misérrimas en lugar de inversión productiva.
En los meses recientes he estado reporteando en
los lugares donde la desigualdad se manifiesta
más inmisericorde porque coexisten —a veces a metros de distancia— los miserables con los inmensamente ricos.
En las colonias periféricas de Cancún, donde la
gente se suicida el triple que en el resto del país, hay familias que
sobreviven con 50 mil pesos al año, que es menos de la tarifa de 5 mil dólares
al día. De algunos hoteles donde
ellos trabajan.
En Monterrey ya han hecho versiones regias de
murallas chinas para que los pobres no molesten a los ricos.
En Guadalajara, escalofrían barrios como La boca
del lobo.
En el DF, basta cruzar el Puente de Los Poetas
para deslumbrarse con el Santa
Fe ostentoso y simplemente girar la vista para encontrarse con el Santa Fe
apenas colgado de las barrancas.
Pese a todo, aún abrigo la convicción de que todavía hay un México
posible. Si logramos
ponernos de acuerdo.
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