Shintaro Ishihara
En una discusión reciente con un
periodista norteamericano, expuse ampliamente cómo el hombre blanco,
especialmete los norteamericanos, no ha llevado bien su carga.
Señalé que
los países en desarrollo en las regiones que habían estado bajo el control
caucásico, o donde el Occidente todavía estaba dando ayuda y asesoría, eran un
lío.
Mire a Africa, México, América Central y
del Sur, el Medio Oriente.
El único caso desgraciado en Asia es un
país que gobernó Estads Unidos, las Filipinas.
Los
norteamericanso tienen la increible ilusión de que las Filipinas son una
muestra de democracia, lo que demuestra que hay algo básicamente equivocado en
su percepción.
Las buenas
intenciones han producido muy malos resultados.
Le dije al periodista que el gobierno
norteamericano fue más benévolo que el de los españoles, por lo tanto los fililpinos
son amistosos y se adaptan a los norteamericanos.
Sin embargo,
Estados Unidos jamás les enseñó la verdadera democracia.
El
congresista Stephen J. Solarz, presidente del Subcomité de la Cámara sobre
Asuntos Asiáticos y del Pacífico, una vez me sondeó para saber que pensaba
acerca de ayudar a Manila.
El gobierno
de Aquino había solicitado una enorme cantidad de ayuda extranjera (parte de la cual odría usarse para
compensar a ricos terratenientes cuyas propiedades serían confiscadas en una
reforma agraria).
Quizá
Washington y Tokio podría poner cada uno la mitad, dijo.
¡Qué broma!
(Estoy lejos
de sentirme abrumado por una persona que quiere derramar dinero en un país con
una brecha tan grande entre los ricos y los pobres y donde los rangos
inferiores de la burocracia son todavía tan corruptos como durante el régimen
de Marcos.)
Sólo una
persona que no supiera nada sobre las condiciones en las Filipinas pensaría que
con sólo darles dinero harían girar al país sobre sus talones.
Solarz no
comprendía adónde terminarían esos fondos.
Los
filipinos tienen que resolver sus propias contradicciones sociales.
Que los de
afuera derramen dinero, adentro no curará nada.
Para ayudar a las Filipinas, primero hay
que identificar a los malhechores: los terratenientes.
Esta clase, con
sus vastas propiedades y absurdos privilegios, arrebató la riqueza al pueblo.
No tengo
simpatía por esta élite explotadora.
A menos que
se realice una profunda reforma agraria, como la de Japón después de la Segunda
Guerra Mudial, la desesperación rural va a engendrar movimientos agrarios
radicales y violentos.
Sin la
estabilidad de la justicia social y una clase media, los terratenientes también
estarán inseguros.
Si los
militares toman el poder y adoptan políticas izquierdistas -confiscación,
nacionalización-, ése será el fin de los grandes terratenientes.
Primero quiten a los explotadores, y
entonces la democracia puede echar ráices.
La
"muestra de democracia" de Estados Unidos es todo apariencia y
ninguna sustancia.
No sólo
sería un desperdicio de dinero gastar miles de millones de dólares para
compensar a los propietarios por sus tierras, sino que destruiría la
autosuficiencia de los filipinos, su capacidad para resolver sus propios
problemas.
Para las
naciones o para los individuos, la autoayuda -la decisión de levantarse sin
ayuda de nadie- es crucial.
Inconscientes
de lo que hace funcionar a otras personas, los norteamericanos, quizá a causa
de su ingenuidad, piensan que dar dinero asegurará la felicidad.
Le conté al periodista norteamericano
acerca del jefe de Tru, que lamentaba la diferencia entre el gobierno japonés y
el norteamericano en Micronesia.
En japonés
fluido, me dijo que sus hijos sólo habían aprendido de los norteamericanos
pereza y haraganería.
Los
gobernantes estadoundienses habían echado a perder a la generación más joven en
Belau, Truk y en toda Micronesia, con el dinero y el materialismo.
Por ejemplo,
en las islas se podía cultivar lechuga, pero en lugar de enseñales agronomía,
los administradores norteamericanos les enseñaron a los micronesios cómo
importarla.
Los norteamericanos no tienen respeto
por la cultura local, dijo el jefe.
Sus
misioneros desaprobaban a los médicos tribales y prohibían el uso de hierbas
medicinales y remedios tradicionales.
NO se les
permitía a los nativos usar curas para las quemaduras y cortadas que eran
frecuentemente más efectivas que las medicinas modernas.
Las
canciones y danzas tradicionales estaban muriendo, dijo el jefe, porque los
misioneros también habían prohibido los festivales locales.
Como
bárbaros, los norteamericanos destruyen la cultura del pueblo local, imponen la
suya propia y ni siquiera se dan cuenta de lo que han hecho.
En los viejos tiempos, los isleños
tenían un festival de la cosecha, similar a las celebraciones de otoño que se
hacen en Japón.
De hecho, la
gente de los Mares del Sur puede habérselas enseñado a nuestros antepasados.
Los aldeanos se reunían bajo la luna
llena y danzaban al ritmo de tambores. La gente joven formaba parejas, por
supuesto. Los festivales rurales siempre tienen un lado obsceno, licencioso.
Los
misioneros prohibieron esta celebración estridente, terrena, e hicieron del
festival de la cosecha un tributo a Dios.
Los aldeanos
colocaban ofrendas de alimentos sobre el altar de la iglesia, ¡que
posteriormente se comían el ministro y su familia!
Nosotros no cultivamos la comida para
ellos, explicó el jefe.
Los misioneros eran inconscientes de lo
mal que se interpretaba su piedad.
Concluí mi pequeña conferencia al
periodista señalando que los países asiáticos que son económicamente
florecientes -Corea del Sur, Taiwán, Singapur, etc.- fueron todos controlados
por Japón en una época, antes o durante la Segunda Guerra Mundial.
Es cierto
que Japón se comportó mal durante el conflicto y se debe hacer un examen de
conciencia, pero en cierta forma también fuimos una influencia benéfica.
De las
regiones proveedoras de recursos, el Sureste de Asia es la única en la que,
gracias a un esfuerzo intensivo, incluyendo la contribución de Japón, los
países están haciendo un rápido progreso social y económico.
Usted no
puede decir eso acerca de ningún lugar en el que fueron dominates los
caucásicos.
El
periodista no tuvo contestación.
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Del libro "EL LIBRO EL JAPON QUE PUEDE DECIR NO"
Shintaro Ishihara
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