lunes, 12 de febrero de 2018

La Humillación de Galileo


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LA HUMILLACIÓN DE GALILEO


Marcos Cárdenas

Hijo de un músico distinguido, Galileo Galilei recibió primero una educación humanística y por breve tiempo estudió en la facultad de Medicina. 

Las matemáticas eran su vocación auténtica. 

A los 18 años, fascinado por el centelleo de las lámparas de la catedral de Pisa, estudió las oscilaciones contando los latidos de su pulso y acabó por descubrir la ley del movimiento isocrónico de los péndulos, lo que hizo posible la construcción de relojes de una precisión desconocida hasta entonces.
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Galileo es recordado por haber inventado el telescopio y por sus estudios sobre el movimiento de los péndulos y las leyes que gobiernan la caída de los cuerpos. 

Pero tal vez su aportación más grande fue la de sacudir el cerebro de sus contemporáneos para hacerlos pensar de modo correcto.

A Galileo le tocó nacer en un mundo en el que los hombres no tenían la costumbre de elaborar sus teorías con base en la observación de los hechos, sino que, al revés, pretendían que los hechos se ajustaran a sus elucubraciones, a las que erigían en dogmas inviolables. 

Si Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y lo hizo rey del universo, razonaban, por lógica la Tierra tenía que ser el centro del cósmos y todo el resto tenía que girar a su alrededor.
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Aún es posible hallar víctimas para un acertijo que solía plantear Galileo.

Si tomamos 2 bolas de plomo, una de 12 kilogramos de peso y otra de sólo 2 kilogramos, y las dejamos caer al mismo tiempo desde una altura de 20 metros, ¿cuál llegará al suelo primero? 
Para muchos la respuesta sigue siendo obvia: 

-La de 12 libras, por supuesto.

Pero Galileo no se conformaba con aceptar los "por supuesto", así que fabricó las 2 bolas, se trepó a la torre de Pisa y las dejó caer al mismo tiempo desde una misma altura. 

Las 2 bolas produjeron un solo golpe al pegar sobre los adoquines, y con esto se desencadenó la revolución científica que abriría las puertas al mundo moderno.

Todos los cuerpos, en efecto -sin que importe su peso o tamaño-, caen exactamente a la misma velocidad y con la misma aceleración; el hecho de que las cosas livianas, como por ejemplo las plumas, caigan con mayor lentitud es producto de la resistencia del aire exclusivamente, pero en el vacío un trozo de plomo y una pluma caen a la misma velocidad.
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Para los campeones del "por supuesto", investigar experiementamente antes de opinar constituía una costumbre repugnante. 

       Inclusive los médicos recetaban sus remedios con base en cuestiones metafísicas y hacían sus diagnósticos sacando párrafos en latín de polvorientos libracos que no entendían, pero que habían aprendido de memoria.
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Desde muy joven, Galileo se dejó seducir por la teoría de Copérnico, según la cual el Sol es el centro en torno al cual giran los planetas. 

Copérnico no advirtió que las órbitas de los planetas son elípticas y no circulares, pero en esencia su concepción era tan correcta como opuesta al dogma vigente. 

Copérnico había muerto medio siglo antes del nacimiento de Galileo, y si salió vivo de su trance fue sólo porque dedicó sus descbrimientos al Papa y aclaró que sus ideas eran sólo una hipótesis, no un hecho comprobable.

Entre 1609 y 1619, Kepler demostró que las órbitas de los planetas son elípticas. 

Galileo decidió observar con sus propios ojos el movimiento de los astros. 

Había oído hablar de unas combinaciones de lentes de aumento que usaban los holandeses para ver las cosas de mayor tamaño, una especie de juguete de sociedad que por entonces estaba de moda en los Países Bajos, y tras algunas pruebas construyó un telescopio.

De sus observaciones con el aparato nació un libro. El Mensajero Celeste, en el cual el inventor revalidaba las teorías de Copérnico y Kepler y de ribete anunciaba la existencia de las lunas de Júpiter, las manchas del Sol y las montañas y valles de la Luna.
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¿Varias lunas en Júpiter, siendo que la Tierra, el lugar escogido por Dios para la Creación, sólo tiene una? ¿Montañas en la insignificante Luna, manchas en la pureza inmaculada del Sol? 

Los sabios y teologos tradicionalistas quedaron más que escandalizados, asqueados ante tamaña irreverencia.

Por encima de todo, se negaron a mirar a través del telescopio de Galileo, al que consideraron un aparato diabólico.

-La opinión de que la Tierra se mueve -rugió el jesuita Melchor Inchofer- es de todas las herejías la más abominable. 

La inmovilidad de la Tierra es 3 veces sagrada. 

En las Sagradas Escrituras Josué mandó detenerse al Sol y no a la Tierra. 

En Salmos, XCIII, se dice:

"Afirmó tan bien la Tierra, que no se moverá". 

No creer en la inmortalidad del alma, en la existencia de Dios o en la Encarnación sería más tolerable que creer que la Tierra se mueve.
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El anciano, que ya comenzaba a quedar ciego, apenas alcanzaba a distinguir en la penumbra a sus verdugos. 

Pero lo que realmente le importaba era decir "con sincero corazón y no fingida fe", según le habían explicado, las palabras que por fin salieron de sus labios: 

-Abjuro, maldigo y detesto mis errores y herejías.

Excelente. Estaba ya en camino de salvar la vida. Y para que no se dudara de su sinceridad, añadió con mayor firmeza: 

-Juro que nunco más en el futuro diré o afirmaré algo, de palabra o por escrito, que pueda dar nacimiento a que se sospeche de mí.

-¿Y juras que denunciarás a todo otro hereje que se atreva a sostener que la Tierra se mueve? -interrogó desde las sombras un inquisidor.

-¡Sí, sí, lo juro! -respondió el anciano. Corría 1633 y Galileo Galilei estaba por cumplir 70 años de edad. 

Doblar la cerviz ante los inquisididores le había servido para salvarse de la hoguera. 

Le quedaban 9 años de vida, que pasó confinado bajo estrecha vigilancia de la Inquisisión en su casa de las afueras de Florencia, envuelto en perpetua oscuridad y dictando a sus ayudantes los fundamentos de 2 nuevas ciencias: la que estudia la resistencia de los materiales y la que estudia los cuerpos en movimiento.

Hoy día sería una tarea demasiado ardua e inútil averiguar los nombres de los trinfadores de aquel triste año de 1633, los inquisidores que obligaron a Galileo a tragarse la verdad. 

En cambio todos los escolares del mundo saben que sin los descubrimientos del genial matemático la humanidad seguiría cubierta en gran parte por las espesas tinieblas de la Edad Media.
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Después de la muerte de Galileo, los biógrafos inventaron la leyenda de que obligado a humillarse y desdecirse públicamente, el genial italiano murmuró por lo bajo: 

-E pur si mouve (y sin embargo se mueve).

Es seguro de que de no haberlo dicho lo pensó.

Ni falta hacía decirlo: toda la humanidad reconocería su verdad unos años después, aunque los dogmáticos condenaran las obras de Galileo hasta la segunda mitad del siglo XIX.

Los inquisidores lograron deblegar la voluntad de un anciano desvalido, pero ni el propio Galileo hubiera podido detener la marcha de los cuerpos celestes, el embate irresistible de la realidad.

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