Un hombre de negocios japonés me contó un incidente que le sucedió junto con su esposa en Estados Unidos.
Una noche fueron a un restaurante que estaba practicamente vacío.
Un mesero dijo groseramente: "No hay lugar", y los hizo salir.
El ejecutivo admira a este país y lo conoce bien.
A diferencia de mí, es discreto y no se queja por los prejuicios raciales de ahí.
A pesar de esta experiencia, habla muy bien de la sociedad norteamericana.
Agrega, sin embargo, que sería un país aún más grande si no fuera por la hostilidad hacia los que no son blancos.
Quizá porque saqué a colación la raza y he sido consistentemente franco acerca de otros temas que necesitaban ventilarse, un congresista norteamericano dijo una vez:
"Usted es muy directo y provocador para ser japonés. ¿Qué es lo que lo hace ser así?"
Repliqué bromeando: "Cuando era adolescente me golpeó un soldado norteamericano sin ninguna razón".
Le conté toda la historia.
Sucedió en 1946 cuando y era alumno del segundo año de la escuela secudaria.
Vivía en Zushi, entonces un tranquilo lugar de veraneo de alrededor de 15,000 personas, una hora al sur de Tokyo por tren.
Muchos soldados norteamericanos estaban estacionados en el área, porque cerca de allí había depósitos de municiones de la ex Armada Imperial.
Un día, a fines de agosto, iba caminando por la princial calle comercial hacia mi casa, de regreso de la escuela.
Tres jóvenes soldados rasos, comiendo helados, se acercaban desde la dirección opuesta.
La guerra sólo había terminado hacía un año y los japoneses de Zushi todavía se hacían a un lado, tímidamente, dejando el paso a los norteamericanos.
Los nuevos gobernates tenían la calle para ellos solos y ese trío fanfarrón parecía enorgullecerse por la deferencia.
No me gustó su actitud, así que seguí caminando derecho, fingiendo no verlos.
En el momento en que estaba por cruzarlos, un soldado me golpeó en la cara con su helado.
Supongo que a él tampoco le gustó mi actitud.
Lo ignoré y seguí caminando.
Otros japoneses me estaban observando, temerosos de un incidente. Recuerdo que me sentí orgulloso.
El congresista se veía incómodo. Sentí que lo estaba tomando demasiado en serio, así que dije:
"Es una historia real pero la cuento como una explicación humorística de mi franqueza. No le dé demasiada trascendencia. Eso fue hace mucho tiempo. No me volvió antinorteamericano. Más tarde estuve loco por la música pop norteamericana".
-Pero jamás lo olvidará.
-Supongo que no -repliqué.
Esa noche un poco después, se me acercó.
-A propósito de su historia, esos soldados, ¿eran negros?
Divertido por la pregunta, dije:
-No, dos eran rubios y uno era pelirrojo. Hasta tenían pecas en la cara.
El congresista, por su amistosa preocupación por lo que el incidente pudo haber significado para mí, sin adverirlo había relevado su propio prejuicio.
No cuento este dilogo para hacer burla del prejuicio racial que existe entre los norteamericanos blancos.
Hay una cierta justificación histórica para las actitudes caucásicas hacia otras razas.
Los europeos crearon la mayor parte de la era moderna y se sienten superiores a los africanos y orientales, quienes fueron incapaces de modernizarse rápidamente y se convirtieron en colonias.
Aunque los japoneses fueron el único pueblo no blanco que evitó la dominación occidental, no es sorprendente que los europeos y los norteamericanos nos miren desdeñosamente, también.
Pero cuando entramos a una nueva era en la que Japón y Estados Unidos serán los actores principales, esa actitud hace peligrar la confianza y la cooperación.
Lo que señalo es que los norteamericanos deben enfrentar y vencer su prejuicio hacia Japón.
Por debajo del prejuicio racial caucásico está su intensa conciencia de clase, una predisposición contra personas de la misma raza o grupo étnico pero de diferentes estratos sociales.
La nobleza europea despreciaba a los plebeyos y a las clases sociales bajas sólo porque no eran de su nivel privilegiado, mientras que las masas odiaban a la nobleza y al mismo tiempo aspiraban a tener su prestigio y posición social.
Finalmente, una ficción democrática de que todos son creados iguales disimuló la obvia hostilidad entre las clases superior, media e inferior.
La nobleza se enorgullecía de llevar una vida desahogada.
Los caballeros no se dedicaban al comercio, mucho menos a trabajar con sus manos.
Indiferente al hecho de que también se beneficiaba de la labor de las masas, la aristocracia miraba con desprecio a las otras clases simplemente porque trabajaban.
Esta conciencia de clase ha persistido en la era moderna.
Las sociedades occidentales tienen todavía extraordinarias disparidades entre los estratos y hay una discriminación generalizada contra la clase trabajadora.
En Estados Unidos, por ejemplo, los acelerados miembros de la élite corporativa ni siquiera van a mecanografíar una carta o hacer labores sercretariales por sí mismos.
Ir a la fábrica y ensuciarse y sudar aprendiendo cómo se hacen los productos es algo que está por debajo de ellos.
Los antecedentes de clase determinan en graan parte la calidad de la educacion que recibe un norteamericano.
Sus directivos superiores, sumamente preparados, no le piden al personal obrero sugerencias sobre cómo mejorar las operaciones de la fábrica.
Aunque lo hicieran, es probable que los trabajadores tendrían poco que decir. La situación es muy diferente en Japón, como ilustra el ejemplo de la joven empleada de NEC mencionado anteriormente.
Ella usó su conocimiento y su entrenamiento para descubrir la causa de los defectos de los semiconductores.
En cualquier caso, pocos países tienen una estructura de clases tan igualitaria como Japón.
Lech Walesa, ex dirigente de Solidaridad, visitó Japón y recorrió varias fábricas.
Después de ver la interacción entre operarios, supervisores y ejecutivos, comentó que Japón era el país socialista ideal.
Fue una observación sincera y exacta, así lo creo.
En Japón, no hay discriminación abierta sobre la base de la posición, la clase (todos conocen la palabra, pero la generación de posguerra no siente lo que significa realmente) o el ingreso.
En Europa y en Estados Unidos, tal discriminación se da por supuesta.
Las personas que conozco en Occidente son todas miembros de alguna élite -político, negocios, periodismo- y cuando planteo este tema, no lo toman en serio.
Las distinciones de clase reflejan la influencia de la Iglesia Católica sobre la civilización occidental.
El pensamiento católico celebraba al espíritu o intelecto y denigraba al cuerpo.
En Consecuencia, el Clero y la nobleza desdeñaban el trabajo, especialmente sus formas físicas o manuales, que simbolizaba la carne. Aunque esta élite no podría haber sobrevivido sin el trabajo de la gente común y por cierto tenía su parte correspondiente de deseos carnales, una división artificial de la sociedad en clases justificaba su superioridad.
Lee Iacocca, presidente de la Corporación Chrysler y uno de los animadores de los que vapulean a Japón, con sus discursos y comerciales de televisión, tipifica a esa clase irresponsable de ejecutivos norteamericanos que se han vuelto fabulosamente ricos sobre las espaldas de los trabajadores norteamericanos.
En lugar de ser castigado por sus extorsionadores métodos de precios y enormes bonificaciones, es una especie de héroe popular y hasta fue mencionado como coandidato presidecial.
La popularidad de Iacocca no es tanto increible cuanto absurda.
Estoy de acuerdo con los mordaces comentarios de Akio Morita sobre los enormemente pagados ejecutivos norteamericanos.
Con frecuencia se dice que los consumidores japoneses son ingenuos, y
eso es absolutamente cierto de los trabajadores norteamericanos.
En el pasado, en Japón, ciertos grupos también sufrieron discriminación por razones históricas o políticas.
Pero la discriminación generalizada sigue siendo una característica de las sociedades occidentales.
Las actitudes clasistas y racistas están profundamente atrincheradas en la psiquis caucásica.
Sin importar cuanto objeten los no blancos, los occidentales no se despojarán pronto de sus prejuicios.
La historia les da a las naciones períodos de preeminencia y de declinación.
Estas fluctuaciones temporales de la suerte no deberían ser barreras permanenetes entre las personas.
Como dice una canción popular japonesa, mientras usted está todavía llorando por una escena, la siguiente ha comenzado.
El tiempo prosigue su marcha.
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Del libro "EL LIBRO EL JAPON QUE PUEDE DECIR NO" escrito por SHINTARO ISHIHARA
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jueves, 13 de noviembre de 2008
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