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Los conflictos entre Iglesia y Estado son tan viejos como la Iglesia porque nunca ha podido trazarse con precision la frontera entre el Cielo y la Tierra, el dominio de lo espiritual y el reino de la política.
He aquí la primera crisis política entre la Iglesia y el Estado que ocurrió en México.
En 1621, por motivos profundos, envueltos en apariencias triviales tal vez con intención de ganar popularidad a expensas de un rival altanero, el virrey de la Nueva España, Diego Carrillo de Mendoza y Pimentel, marqués de Gelves, regañó públicamente al arzobispo Juan Pérez de la Serna aconsejándole no aceptar regalos tan fácilmente ni fijar precios tan abusivos en una carnicería propiedad del prelado.
En aquella ocasión el orgulloso arzobispo había tenido que inclinarse en silencio, mientras en su interior juraba vengarse.
La oportunidad le llegó al alto funcionario religioso cuando un delincuente común, perseguido por la justicia, buscó refugio en el templo de Santo Domingo.
Sólo la Iglesia goza del poder que hoy ejerce la justicia federal, de conceder amparo.
El virrey no se atrevió a autorizar que los guardias entraran al templo a capturar al fugitivo, pero permitió que se pusiera vigilancia en torno del lugar.
El arzobispo reaccionó como rayo: no sólo excomulgó a los vigilantes y funcionarios menores implicados en el caso, sino que mandó un escuadrón de clérigos, armados hasta los dientes, a apoderarse de los expediente judiciales respectivos.
El virrey no consiguió que el obispo de Puebla revocara la excomunión de guardias y funcionarios, ni pudo evitar que el indigando arzobispo incitara a la chusma a quemar el palacio virreinal, y decretara una huelga de sacramentos.
Eran tiempos duros, los fieles temían que la muerte los sorprendiera sin estar confesados, y en México cundió el pánico.
El virrey, desesperado, desterró al arzobispo: sólo consiguió que, en España, el alto prelado moviera influencias y precipitara la destitución del gobernante.
En 1624 el arzobispo Juan Pérez de la Serna regresó a México victorioso.
Como en días de peste, guerra o suprema penitencia, el templo estaba en silencio y penumbra, sólo iluminado por los cirios que sostenían unos canóniogos vestidos de negro.
El arzobispo Juan Pérez de la Serna, ataviado de pontifical, emergió de la sombra, se plantó ante el altar y clavó en los congregados una mirada que helaba la sangre.
En lo alto de las torres, las campanas rompieron a tocar: sonaban a entredicho, un repique lúgubre como aullido de condenado.
Aquella noche el arzobispo Pérez de la Serna anatematizó al virrey Diego Carrillo de Mendoza y Pimentel, y lo arrojó al infierno con la lista completa de maldiciones previstas en los rituales de excomunión.
En el momento preciso, los canónigos apagaron los cirios en agua bendita, los arrojaron al suelo y los pisotearon: la negrura en que el templo quedó sumido, simbolizaba la oscuridad sin esperanza en que debía hundirse el alma del réprobo expulsado del seno de la Santa Madre Iglesia.
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viernes, 13 de mayo de 2011
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